La trascendencia es una virtud muy bella y poder trascender la propia experiencia es maravilloso, nos conecta con un lugar muy puro y sagrado, con la morada del ser y el sentido de la experiencia. Siempre y cuando, como humana que soy pueda conocer y dar lugar a la experiencia humana previamente.
Cuando la trascendencia está al servicio de sostener la personalidad y no de hacerme cargo de lo que me pasa como humana, no es trascendencia, es evitación y entonces se cierra la posibilidad a conocerme en profundidad, a entenderme en mi historia vital, a reconocer mis heridas y mis máscaras, honrarlas y a transformarme.
Cuando trascendiendo, evito entrar en contacto con la persona que soy y en cómo he hecho para construirme así, no veo lo que tengo para trabajar y no puedo tomar responsabilidad verdaderamente en ello.
Cuando experimento la trascendencia estando en contacto conmigo, viéndome y reconociéndome en todo lo que soy en este plano humano de la vida, abrazando así a la mente, al ego, a las emociones y sentimientos, al cuerpo, entonces soy parte de un movimiento hermoso que amplía la experiencia, la enriquece y a su vez da espacio al ser que soy en toda su manifestación.
Reconocerme en mis enfados, celos, envidias, competencias, miedos y ponerlos al servicio del vínculo con todo el amor y la atención que este movimiento se merece, es de por sí muy sanador. Este flujo sólo trae verdad, compasión y belleza cuando se expresa con conciencia y responsabilidad, sin culpas ni castigos, asumiendo las consecuencias de mis actos y decisiones, asumiendo mi humanidad.
Se abre la puerta a la belleza de reconocernos y acogernos mutuamente humanos. De ser un espejo para la divinidad que habita en cada uno y también para la humanidad que somos y caminamos en este plano de la existencia.
Cuando me reconozco de esta manera, probablemente me sienta vulnerable, pequeña ante el otro y ante mi misma. Y allí está justamente toda mi grandeza. La grandeza de reconocerme pequeña ante un otro, ante la vida y ante el universo todo, la grandeza de reconocerme pequeña ante el misterio. La grandeza que trae la humildad de aceptarme humana, ya no sólo en la intimidad conmigo misma sino en el vínculo con el otro, en relación.
Y tal vez quedándome en ese lugar un rato, la máscara que construí para evitar entrar en contacto con mi pequeñez, con toda mi vulnerabilidad y fragilidad ya no se sostenga y eso de paso a que llegue toda la medicina de lo más auténtico en mí, la medicina del ser que soy, la medicina de sostenerme vulnerable ante el otro y recibir una mirada amorosa y compasiva de un otro que también me reconoce en mi herida y en todo lo que tuve que hacer para salir adelante. Un otro que puede mirar con amor mis máscaras, comprenderlas y celebrar la decisión de soltarlas.
Poniendo toda mi atención y cuidado en lo que me pasa y en la forma de comunicarlo y los tiempos para ello, así puedo caminar las relaciones de manera sincera, profunda y auténtica. Toda mi complejidad como el ser que soy tiene espacio. Movimiento que permite nos recibamos mutuamente en toda nuestra humanidad sin tener que hacer esfuerzos para sostenernos en lugares que nos dan poder pero nos alejan del amor.
Artículo Publicado en la Revista Energía Vital nº 19